EN LA BATALLA DE LAS FLORES

«Sé de quien ha dejado un soneto sin el terceto último, por ir a averiguar en la Bolsa un asunto de tanto por ciento»
-Rubén Darío

miércoles

El cáctus sueña

Sólo hay rocas rocas y arena
a mitad del desierto
el cáctus dormita
y sueña
sueña con el amor


el abrasante sol se apaga
las rocas y la arena crepitan
sobre la noche
el cáctus
contempla fascinado las estrellas

mientras bebe rocío
piensa
que un día se convertirá en cometa
y volará feliz por las madrugadas
buscando el amor

©Win

lunes

Hank y la cachamblaca


Directo, franco, desenfadado. Como debía ser, pero a veces enfadado.
Hank –llamado también Buk-, ha dicho lo que tantos otros no han metido en el papel, de más está repetirlo, pero entre la galáctica obra de poemas, nouvelles y ensayos de Bukowski quedan joyas preciosas y verdaderas frases de piedra puestas en pulp.
Por algo “el capitán se fue a comer y los marineros se tomaron el barco”. Ocurre a menudo esa confusión de euforia compulsiva como lo relata Bukowski en esa suerte de diario de un viaje por los bajos mundos y las carreras de caballos y entre tanto mequetrefe y otros expertos de la zancadilla. Como los dinosaurios que se batieron entre ellos y el último –el muy hijo de p... -, se moriría de hambre. Con esta metáfora de Hank, cabe preguntarse si acaso la especie humana no sería una reencarnación de los dinosaurios. Si lo vemos en las guerras de siempre y de modo actual en la impositiva “competitividad” del mundo laboral y empresarial, y hasta en esas huelgas casi suicidas en Grecia donde la protesta parece ser una alergía contra la comida. Mucho nos tememos que sí.
Hay historias ciclícas -aparecen en fotogramas de nuestra propia película-, por donde se mire y como lo relata Hank sobre la idiotez humana. Tomemos ese caso que menciona sobre la más grande estupidez inventada por el hombre: la inmortalidad: “Vendrá un día donde ellos digan: Bukowski ha muerto, yo seré entonces descubierto, y me pondrán en cualquier frontón iluminado ¿y eso que me aportará?”
Así que
Puestos frente a la pantalla unos van por la celebridad y el resplandor mientras otros buscan la brillantez metálica o el dinero electrónico, que es lo mismo en este momento. En tal caso resulta fácil descubrir el hilo invisible que mueve al mundo y lo retuerce: el ego.
Tales fenómenos –de euforia compulsiva o bien la asidua vanidad-, son comunes en el mundillo de los escritores –y de los artistas en general, y sin duda en todos los gremios-: una lucha dinosáurica donde el motor de la historia no es otro que el ego –voracidad por la fama o por la riqueza-. Y se miran personajes cuyos egos, a cual más superlativo- se asemeja a una cachamblaca*: estirándose y tirando piedras. Lo que importa es demoler al otro. Por eso Bukowski justifica su distancia de los escritores y en especial de los poetas.
El poeta neófito espera encontrar una fraternidad, sin embargo rápidamente descubre un sindicato capitaneado por un veterano de laureles vitalicios en cuya poética ya están inventadas todas las odas y agotadas todas las metáforas: ya lo escribí todo yo. Los demás cofrades es una banda de sobalevas esperando turno para amotinarse y hacerse con el barco. Y ahi, no hay “amigos”, caso ya demostrado por Maiakovski.
De esas verdades bukowskeanas queda la certidumbre que lo único importante y vital es consagrase a la obra propia, en la mejor de las soledades, despues de haber visto el mundo y procurarse todos los repelentes posibles, haciéndose además un escudo contra las piedras de la cachamblaca que estará estirándose siempre enfrente de nosotros.
*Cachamblaca: tirachinas